El mayor conquistador de la Historia

Desde hace siglos no conoce fronteras. Tampoco sabe de diferencias culturales, ideológicas, religiosas, de sexo o de raza. Llega a todas partes, todo el mundo cree en él y se somete a sus reglas. Es el dinero. El mayor conquistador de la Historia.



En la imagen una de las monedas acuñadas más antiguas que se
conocen, datada aproximadamente en el 630 a.C. Al parecer,
ésta y otras monedas semejantes pudieron haber sido encargadas
por los sacerdotes del templo de Éfeso, para así facilitar las
transacciones que allí se realizaban. 
      ¿Cuál ha sido el mayor conquistador de todos los tiempos? Cuando nos formulan esta pregunta invariablemente pensamos en alguno de los grandes protagonistas individuales de la Historia. Alejandro Magno, Julio César, Gengis Kan... e incluso Hernán Cortés o Francisco Pizarro podrían figurar en esta lista en virtud de su logros bélicos (que no por discutibles fueron igualmente relevantes). Pero, ¿el mayor de todos los conquistadores ha tenido que ser necesariamente una persona? ¿No podría ser una cosa o más bien un concepto? De entrada este segundo formulado no parece tener demasiado sentido. Después de todo, ¿cómo podría una cosa, que ni tan siquiera está viva, conquistar nada? Sin embargo, según el historiador israelí especialista en análisis de procesos macrohistóricos Yuval Noah Harari, existe un conquistador supremo que destaca muy por encima de cualquier personalidad histórica. Y dicho conquistador es precisamente una cosa, más concretamente una invención humana. El dinero. Ahora ya no parece tan descabellado, ¿verdad? No creo que haya nadie en este mundo que sea capaz de discutir, más a día de hoy, el inmenso poder del dinero. Él domina todos los aspectos de nuestra vida y nuestra sociedad, más que casi cualquier otra cosa. Pero, ¿qué es realmente el dinero? ¿Por qué ha llegado a ocupar un papel tan central en nuestra civilización actual y también en las pasadas?

Madre, yo al oro me humillo,
Él es mi amante y mi amado,
Pues de puro enamorado
Anda continuo amarillo (...)
 
Todas las sangres son Reales.
Y pues es quien hace iguales
Al rico y al pordiosero (...)
 
Mas pues que su fuerza humilla
Al cobarde y al guerrero (...)
 
Más valen en cualquier tierra
(Mirad si es harto sagaz)
Sus escudos en la paz
Que rodelas en la guerra.
Pues al natural destierra
Y hace propio al forastero,
Poderoso caballero
Es don Dinero
.
 
     Estas conocidísimas estrofas fueron escritas hace cerca de cuatro siglos por Francisco de Quevedo y Villegas, uno de los grandes autores del siglo de oro español de las letras. El mundo en el que nació y vivió el ilustre escritor era obviamente distinto al actual, en algunos casos muchísimo, sin embargo el famoso poema no ha perdido nada de su vigencia en lo referente al mensaje que trasmite. El dinero parecía mover el mundo de Quevedo en aquel entonces e, indudablemente, también lo mueve hoy y de qué manera. Vivimos en un sistema capitalista dominado por una economía de libre mercado altamente financiarizada. No hace faltar indagar demasiado para descubrir de dónde vienen, o lo que significan, las palabras "capital", "finanzas" o "financiero". Invariablemente todas ellas tienen que ver con el dinero, ese bien que millones y millones de personas en todo el globo ansían acaparar, pero que se escapa en su mayor parte de las manos de la inmensa mayoría nada más va a parar a ellas.
 
     Y sin embargo el dinero no es nada en sí mismo, carece de valor intrínseco alguno, sólo lo tiene porque nosotros se lo damos. Las monedas o los billetes, y mucho más los bits de información almacenados en los servidores informáticos (ya que ¡hasta el 90%! de los flujos monetarios a día de hoy son transacciones virtuales realizadas por vía telemática, sin que medie intercambio de cheques bancarios o efectivo alguno), no tienen ninguna otra utilidad. Los materiales de los están hechos no son comestibles, ni tienen propiedades terapéuticas, ni tampoco pueden cubrir ninguna otra necesidad básica para la vida de las personas. En esencia usamos el dinero para una única cosa, la compra-venta de bienes y servicios de todo tipo, aunque también podemos acumularlo y luego especular con él. Fuera de esa utilidad billetes, monedas y datos electrónicos alojados en servidores no tienen ninguna razón de ser. El dinero es un concepto cultural o, como lo define el propio Harari, una realidad intersubjetiva imaginada colectivamente por el conjunto de los seres humanos. El dinero existe porque creemos en él, lo consideramos valioso y, mucho más importante, otras personas lo consideran asimismo valioso. Y sólo el simple hecho de que otras personas lo valoren hace que nosotros también lo valoremos. Así es como se catapulta desde nuestra imaginación al mundo material de las cosas que se pueden ver y tocar.
 
    ¿Cómo empezó todo? Es bien sabido que el dinero comienza a surgir cuando las antiguas sociedades agrícolas, que van formando comunidades sedentarias cada vez más populosas hasta que surgen las primeras ciudades, alcanzan un determinado grado de complejidad. Es entonces cuando los flujos de información necesarios para gestionar dichas sociedades, así como el nivel de las transacciones comerciales y los tributos imprescindibles para mantenerlas, superan los límites de los usos tradicionales habidos hasta ese momento. Para sostener semejante complejidad se hace necesario inventar algo nuevo. La escritura surgió para poder preservar y trasmitir con precisión suficiente toda esa información que las personas ya no eran capaces de almacenar en sus cabezas. El dinero nació porque el trueque resultaba poco efectivo cuando un gran número de personas, que en su mayor parte no se conocían entre sí, deseaban intercambiar una cantidad increíblemente variada de artículos o servicios. Una economía basada en el trueque puede funcionar relativamente bien a pequeña escala y entre grupos reducidos de gente que viven en una misma comunidad, pues en ella todos conocen las habilidades de cada uno y se intercambian favores y obligaciones. Pero cuando pasamos a escalas mayores dicho sistema empieza a chirriar y, finalmente, se vuelve inoperante. Es entonces cuando se decide emplear un sistema estandarizado para facilitar los intercambios, el dinero, una clase concreta de bien al que todo el mundo le otorgaba esa función en exclusiva. A partir de ahí surge como valor únicamente imaginado por la colectividad. Y para que funcione todo el mundo debía creer en él, estar dispuesto a cambiar sus reservas de grano, sus cabras o las telas que tanto esfuerzo han costado de producir, por otra cosa que en principio no tiene ninguna utilidad real (conchas marinas, porciones de plata u oro con un peso normalizado o, en su defecto, monedas acuñadas con el sello del gobernante de turno). A su vez, para que el círculo se cerrase, había que confiar también en que otras personas aceptasen cambiar otra clase de bienes y servicios por esas mismas cosas sin utilidad real. No es algo sencillo y aun así este concepto está en el origen de la red de cooperación global más formidable que jamás haya existido.
 
   Quizá se pueda entender mejor este proceso, el de atribuir un valor a algo que en principio no lo tiene, con el siguiente ejemplo simplificado. Imaginemos que en la tierra donde vivimos se pueden encontrar con gran facilidad fósiles de caracolas marinas prehistóricas. Es algo que vemos por casi todas partes y, en principio, no las consideramos en absoluto valiosas. Mucho menos sirven para nada útil; no se comen, tampoco se pueden usar para fabricar herramientas y menos aún como medicinas. Todo lo más habrá alguien que las coleccione porque le parecen hermosas o interesantes. Sin embargo un día descubrimos por ciertos viajeros que, en determinados países lejanos, las caracolas fósiles son apreciadísimas. El motivo es lo de menos. Tal vez se deba a alguna razón religiosa, a que en esos lugares son muy escasas y se las considera una rareza extraordinaria o a cualquier otra cosa. Sea como fuere la gente del otro lado del mundo desea vehementemente los fósiles y es capaz de cambiar lo que sea por un puñado de ellos. Vinos y licores, especias, todo tipo de alimentos, armas, las más finas sedas, joyas e incluso propiedades. De la noche a la mañana, fruto de ese descubrimiento, empezamos a ver las caracolas petrificadas con otros ojos. Ahora nos interesan y no somos los únicos, pues ya hay otros muchos que se están dedicando a extraerlas para cargar sacos enteros y emprender viaje rumbo a esas tierras donde tanto se las valora. Así de aquí un tiempo regresarán con las alforjas repletas de toda clase de artículos lujosos. Un cambio asombroso ha obrado, pues el hecho de que otros consideren valiosas las dichosas caracolas ha hecho que también nosotros las valoremos cada vez más. Nuestros vecinos empezarán a codiciarlas e incluso las acapararán para obtener una ventaja competitiva. Al mismo tiempo, conforme el flujo de fósiles hacia tierras lejanas se va incrementando, los habitantes de las mismas dispondrán de un mayor número de ellos. Su valor allí seguramente decaerá, pero incluso así podrán seguir siendo un elemento normalizado para realizar toda clase de intercambios comerciales. De esta manera es posible que llegue el día en que, tanto en un extremo del mundo como en el otro, el valor de las caracolas fósiles quede aproximadamente igualado y terminen convertidas en una especie de moneda en la que todos confían para hacer negocios.

las civilizaciones a mediados del siglo XV0001
Arriba mapamundi en los albores del siglo XVI, el momento histórico en que dieron comienzo las grandes exploraciones marítimas europeas. Por aquel entonces el mundo afro-euroasiático ya se hallaba mayormente unificado por una serie de lazos políticos y culturales que también incluían las rutas comerciales (como la de la Seda). El Nuevo Mundo, las innumerables islas del Pacífico ocupadas por los polinesios y el continente Australiano (habitado por numerosas tribus aborígenes), eran todavía mundos aislados sin contacto alguno con este gran núcleo principal. No obstante, a lo largo de los tres siglos siguientes, estos mundos aislados serían absorbidos por el núcleo afro-euroasiático, a veces de forma asombrosamente rápida y generalmente muy traumática. Al culminar el proceso todo el planeta era una sola región económica unificada bajo una serie de patrones monetarios comúnmente aceptados en casi todas partes. 
  
      Salvando las distancias con la historia anterior, algo similar sucedió en el mundo afro-euroasiático (allí donde surgieron las civilizaciones más antiguas y también las primeras en usar formas de dinero) con el oro y la plata. Estos metales no eran especialmente comunes, pero a diferencia de otros no resultaban adecuados para fabricar herramientas o armas, pues eran demasiado blandos o quebradizos. Tradicionalmente fueron empleados únicamente para fabricar joyas, ídolos religiosos y otros artículos considerados valiosos. Es decir, se les otorgaba un valor exclusivamente cultural, no práctico, ya que eran símbolos de estatus. Pero el valor de los así llamados metales preciosos estribaba también en otro hecho muy importante. En cantidades razonables pueden mantenerse a buen recaudo y ser transportados con bastante facilidad, algo muy útil si quieres emplearlos como una forma de dinero. Tampoco se deterioran fácilmente, así que permanecen relativamente inalterados largo tiempo porque el calor, la humedad, los mohos, los insectos y los roedores no hacen mella en ellos (el oro, por ejemplo, ni tan siquiera se oxida y se mantiene siempre brillante). Un material perecedero no es una forma adecuada de dinero porque se puede malograr a las primeras cambio perdiendo entonces todo su valor, pero es mucho más difícil que al oro o la plata les pase eso. El mundo aceptó el patrón oro hasta fechas realmente recientes precisamente porque este metal es prácticamente inalterable. Por otro parte las facilidades de almacenamiento y trasporte explican también el auge de las formas de papel moneda como los pagarés, cheques y, por supuesto, los billetes. Este tipo de dinero surgió cuando los tesoreros, futuros banqueros, empezaron a emitir documentos firmados y sellados que avalaban el depósito de una determinada cantidad de monedas en sus arcas, un lugar que la gente consideraba seguro para mantener resguardado su dinero. Como no hay casi nada más cómodo de guardar y trasportar que un simple papel, todo el mundo comenzó a hacer uso de más y más documentos de aval de este tipo, hasta que se extendieron tanto que ya eran utilizados como moneda en sí.

      A pesar de todo durante milenios los patrones de oro y plata fueron la base de los sistemas monetarios en el mundo afro-euroasiático. Ya en el año 2500 a.C., en la actual Mesopotamia, se empleaban como moneda pequeñas porciones de plata con un peso estandarizado, el conocido como siclo, que podía oscilar entre los 9 y los 17 gramos. El siclo ya aparece como forma de pago habitual de multas e indemnizaciones en el Código de Hammurabi (hacia 1750 a.C.), uno de los textos legales más antiguos que se conocen. También es mencionado no pocas veces en el Antiguo Testamento, lo que evidencia que ya desde muy antiguo se extendió su uso como moneda por todo el Próximo Oriente. Unos mil años más tarde, hacia el siglo VII a.C., empezaron a utilizarse las primeras monedas acuñadas de oro en las polis griegas de Asia Menor (actual costa occidental de Turquía). La moneda acuñada ofrecía una importante ventaja, el sello que la marcaba era un símbolo de la autoridad (generalmente un rey u otro soberano) que avalaba su valor. Falsificar el sello a menudo se castigaba con extrema dureza, porque era un acto intolerable de subversión contra el orden establecido y un desafío a la autoridad que acuñaba la moneda. De esta manera la confianza en estas monedas, que podían ser utilizadas como dinero dentro de unos límites territoriales establecidos, era también una demostración de la confianza que la población depositaba en sus gobernantes. En cierto modo también una demostración de su poder y su prestigio.

     Tal fue el éxito de este sistema que, en cuestión de unos pocos siglos, terminó extendiéndose por toda Eurasia. De hecho, los denarios acuñados en el Imperio Romano durante los siglos I y II d.C. terminaron llegando mucho más lejos que sus legiones, concretamente al corazón mismo de la India. Los mercaderes que hacían sus negocios en los grandes centros urbanos del norte del subcontinente jamás vivieron bajo el gobierno de los césares, ni nada tenían que temer de ellos, pero confiaban en la autoridad que emanaba de la efigie acuñada en los denarios. Por eso no tenían el menor de los problemas a la hora de aceptarlos en operaciones de compra-venta. El prestigio de la moneda iba asociado al prestigio de la propia Roma y de ahí que su alcance trascendiera incluso las fronteras del imperio. Del mismo modo, siglos más tarde, los dinares acuñados en el mundo musulmán (precisamente la palabra "dinar" procede de denario) eran aceptados sin más en los mercados de los reinos de la muy cristiana Europa medieval. Otro tanto les ocurría a las monedas procedentes de las florecientes ciudades-estado italianas, que se movían de mano en mano sin dificultad alguna en los zocos de Tánger, El Cairo o Damasco. De esta manera, lo que la política y la religión separaban, el dinero lo unía. Cristianos y musulmanes nunca se ponían de acuerdo en muchas cosas y de hecho lucharon a muerte unos contra otros durante cientos de años. No obstante cuando utilizaban el lenguaje del dinero eran capaces de entenderse con sorprendente facilidad. He aquí su poder.

     Y es que el dinero ha actuado muchas veces a lo largo de la Historia como un asombroso igualador social. Esto ha sido así porque jamás ha entendido de diferencias de raza, religión, ideología o sexo. Todo ha girado siempre en relación al hecho de poseerlo o no poseerlo. De este modo el más odioso de los supremacistas blancos no verá nada malo en aceptar dinero de negros acomodados si ello le resulta provechoso. Igualmente un homófobo recalcitrante en grado sumo no tendrá problemas con el dinero por mucho que haya pasado por manos de gais y un fanático yihadista aceptará los dólares y euros sin mostrar dilemas morales por mucho que odie a Occidente. Nadie suele hacerle ascos al dinero de nadie. Tanto es así que tampoco es inusual que policías y jueces terminen aceptando sobornos de narcotraficantes y otros criminales. El dinero tiene ese algo que lo hace especial. A todo el mundo le gusta, todos lo quieren, porque todos creen en él. Un sistema de confianza colectiva que se ha ido afianzando siglo tras siglo, expandiéndose a todos los rincones de la Tierra. Los pueblos del Nuevo Mundo eran incapaces de comprender la obsesión, casi enfermiza, que los conquistadores españoles mostraban por el oro y la plata. Pero eso era porque hasta ese momento habían permanecido aislados del mundo afro-euroasiático del que procedían dichos conquistadores, allí donde se había implantado un patrón monetario basado en esos metales que era la base de la economía y de todos los intercambios comerciales. A día de hoy, en muchos lugares de América Latina, el término "plata" se utiliza como sinónimo de dinero. El verdadero conquistador sigue allí bien presente mucho tiempo después de que los españoles se retiraran.

brettonwoods
Placa conmemorativa de los acuerdos de
Bretton Woods, firmados en el hotel Mount
Washington en julio de 1944.
     Sin embargo el dinero también tiene un lado muy oscuro, une pero también divide. A lo largo de la Historia, y por supuesto también actualmente, la jerarquía de la riqueza ha dividido a hombres y mujeres entre una privilegiada élite que lo poseía prácticamente todo y una desdichada masa de desheredados. "Sin dinero ya sé que no hay viaje, no hay amigos, ni sombra ni sol...", reza una estrofa de una canción de "Los Suaves", una mítica banda de rock gallega. Dichas palabras expresan muy bien lo que le sucede a la gente que se queda sin dinero, porque muchas veces valoramos más a los demás por lo que tienen que por lo que son. Y por supuesto el dinero es insaciable y siempre está tratando de rebasar todas las barreras culturales y éticas, intentando conquistar nuevos territorios ¿Cuánto vale la integridad moral de una persona? ¿Y cuánto su integridad física? ¿Cuánto vale la vida de 10.000 seres humanos o, mejor dicho, cuánto cuesta acabar con ellos? ¿Y cuál es el precio de la independencia y soberanía de todo un pueblo? ¿Y el de un Estado y sus gobernantes? Siempre nos dicen que hay cosas que no tienen precio, que no se pueden comprar. Pero una y otra vez la Historia nos demuestra que siempre ha habido quien estuvo dispuesto a poner precio a éstas y otras muchas cosas.

     En la actualidad, acostumbrados como estamos a escuchar que el planeta está gobernado por las a menudo frías e implacables fuerzas del mercado, cuesta entender el origen de todo esto. Es como si todos, o casi todos, hubiéramos olvidado que el dinero no es más que una invención surgida de nuestra imaginación y que, como tal, sólo es valioso porque queremos que lo sea, no por naturaleza. Una vez más la confianza es clave, la confianza en el concepto y en el hecho de que todos crean en él. Pensemos en lo siguiente ¿De dónde nace el inmenso poder imperial de la república estadounidense, la mayor superpotencia del momento? No se debe exclusivamente a sus enormes, temidas y sofisticadas fuerzas armadas, por muchas victorias militares que hayan cosechado. Tampoco se basa en su totalidad en la superioridad tecnológica e industrial o tan siquiera en su predominio cultural, que a menudo se expresa a través del omnipresente cine de Hollywood, sus series de televisión, cómics, etc. Una parte importantísima de su fuerza se basa en el dólar, convertido en divisa de referencia internacional a partir de los acuerdos de Bretton Woods, firmados por las naciones más industrializadas de la época el 22 de julio de 1944 en New Hampshire (Estados Unidos). El orden monetario así surgido fue denominado Sistema Bretton Woods y en líneas generales sigue vigente en la actualidad, por mucho que en la década de 1970 se abandonara el patrón oro que originalmente lo sustentaba. Como el Anillo de Poder y el Señor Oscuro Sauron, surgidos de la prolífica mente del escritor británico J.R.R. Tolkien, la supremacía estadounidense y el Sistema Bretton Woods son un todo. La una no puede existir sin el otro y viceversa, pues ambos se retroalimentan. De esta manera la Reserva Federal de los Estados Unidos puede emitir más y más dólares, como lleva haciendo desde hace décadas, sabedora de que el resto del mundo los aceptará porque con ellos se opera en la gran mayoría de las transacciones a nivel mundial. Y de esta manera también los norteamericanos pueden financiar todo aquello que necesitan de una forma que ningún otro país puede. Hacen frente a su desmesurada deuda pública, sustentan el que es con diferencia el mayor gasto militar del planeta y, en definitiva, mantienen una posición económica preponderante. Y ello porque son los emisores de una moneda que todos los demás desean.

     Pero como ya hemos repetido el poder del dólar, y en buena medida también de Estados Unidos, se basa en la confianza que el resto del mundo tiene en la divisa. Como los denarios romanos su nombre va ligado al prestigio de Norteamérica, es éste quien lo sustenta pero, al mismo tiempo, dicho prestigio también precisa de la propia fortaleza del dólar para seguir siendo creíble ¿Qué ocurriría si dicha confianza se quebrase? ¿Qué sucedería sí, por ejemplo, de un día para otro ya nadie quisiera los dólares norteamericanos y pasara a tener otra u otras divisas como referencia? El Sistema Bretton Woods colapsaría definitivamente y con él se esfumaría una parte importante del poder estadounidense. Cómo son las cosas. Pensar que algo así depende en buena medida de un concepto que sólo está en nuestra mente, la confianza o creencia en algo intangible. Pero después de todo esos intangibles han modelado la Historia de la humanidad, como la religión y las ideologías políticas. Todos sin excepción viven exclusivamente en nuestras mentes y trascienden como realidades intersubjetivas imaginadas colectivamente. Así que no subestimemos el poder de una simple idea, como lo es el dinero. Porque ya sabemos que las ideas pueden conquistar el mundo mejor que nadie.



M. Plaza
 
 
Para saber más:
  • De animales a dioses (Sapiens): una breve historia de la Humanidad. Yuval Noah Harari (Editorial Debate - 2015).
 
                             

 
 
 


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